El Guernica de Picasso es uno de esos cuadros que he aprendido a amar con el tiempo. Lo vi por primera vez cuando era muy pequeña, no recuerdo el momento exacto, pero tengo la certeza de que no me gustó en absoluto; era en blanco y negro, no tenía colores, y no entendía nada de lo que veía en él. Colgaba de la pared del salón de casa de mis tíos, y lo volvía a ver cada cierto tiempo, mirándolo siempre con extrañeza, aunque poco a poco se fue haciendo más familiar y cercano. Sin embargo habrían de pasar muchos años antes de que mi interés por Picasso, y por esa obra en particular, comenzara a despertarse.
Ocurrió en mi último año en el instituto, cuando por primera vez estudié Historia del Arte. Descubrí que tras cada obra artística se esconde una historia y un significado que hasta entonces me habían estado vedados. Para mí fue como una revelación, el comienzo de una relación de amor que ha durado hasta hoy y que sospecho será eterna. Me apasiona el arte. Y cuanto más lo estudio y lo disfruto, más arraiga en mí ese sentimiento. Fue durante aquel curso de iniciación al mundo artístico cuando comencé a amar el Guernica.
Hace poco estuve en Madrid visitando el Museo Reina Sofía y pude admirarlo por primera vez con mis propios ojos. Había un grupo de personas considerable desparramadas alrededor del lienzo, pero predominaba el silencio, un silencio respetuoso que nace de la contemplación de lo que ha llegado a convertirse en un mito. La ausencia de color acentúa el dramatismo de unas figuras que te agarran el alma y te la retuercen, de forma que una vez que has entrado en el cuadro ya no eres la misma persona. El caballo que lanza un grito tras ser herido de muerte, o la mujer que sostiene al niño muerto en sus brazos, son dos de las imágenes más dramáticas y poderosas que jamás haya visto la historia del arte. No sé cuánto tiempo estuve allí parada, examinando cada detalle, cada gesto. No quería que la magia se acabara.
Esta semana se han cumplido 70 años desde el fatídico día de aquel bombardeo, que tuvo lugar el 26 de abril de 1937. Aunque el número de víctimas no fue tan elevado como se dijo en un principio (los últimos estudios hablan de unos 150 muertos, lo que sigue constituyendo una barbaridad desde cualquier punto de vista), fue un hecho terrible que destruyó una ciudad por completo, borrándola del mapa -sólo permaneció en pie un 1% de la misma-. Al escoger este suceso como tema para su obra, Picasso dio a la ciudad y a sus víctimas una inmortalidad y un significado histórico sin precedentes. Y con ello, el genio se hizo a sí mismo inmortal.