A Charles Dickens le encantaba actuar. Disfrutaba leyendo ante la multitud fragmentos de sus propias novelas. Pero no se limitaba a leerlas. Por el contrario, ponía rostros y expresiones a sus personajes, dándoles vida sobre el escenario. Gesticulaba, levantaba los brazos, gritaba y susurraba, cambiando de registro su voz cuantas veces fuera necesario. Los que acudían en tropel a verle actuar salían fascinados, pues el novelista imprimía auténtica vida a caracteres que hasta entonces no poseían más sangre que la tinta impresa sobre el papel. No es de extrañar que se formaran enormes colas en el teatro para ver al genio de Dickens en acción.
¿Por qué nos fascina tanto que nos cuenten historias? Un buen narrador -oral, me refiero- debe poseer sin duda dotes de actor. Contar en voz alta es una de las tradiciones más antiguas que se conocen y, aunque la mayor parte de la población actual -al menos en los denominados países desarrollados- sepa leer y escribir, pocos pueden escapar al hechizo que posee una historia narrada de viva voz. A los niños les encanta, y son muchos los adultos que disfrutan leyendo y poniendo voces a los cuentos infantiles que les leemos antes de dormir. El teatro y el cine son el fondo lo mismo, pues se trata de insuflar vida a páginas y páginas de obras dramáticas o guiones. En estos casos el poder de la imagen puede -y de hecho muchas veces lo hace- arrinconar la magia de la mera narración.
Con toda la distancia que me separa de Dickens, puedo entender cómo llegaba a sentirse en los momentos en que todo el público le escuchaba embelesado, casi sin pestañear, aguantando la respiración mientras él actuaba sobre el escenario. Y comprendo porqué era tan feliz en esos instantes. Cuando dando clases consigo un efecto en cierto modo parecido -no es que ocurra muy a menudo, pero pasa a veces-, cuando un grupo de adolescentes inquietos devora mis palabras y las engulle, pidiendo más y guardando silencio mientras yo actúo o trato de actuar -pues todo profesor debe hacer de actor de vez en cuando, es la mejor forma de atraer la atención de este público tan peculiar-, la sensación es difícil de describir con palabras. Es algo extraordinario. Es la magia de las palabras y los gestos, la fuerza de la narración de historias. Todo un grupo de personas conectados por un finísimo hilo que normalmente tarda pocos minutos en romperse. Pero hasta que esto ocurre, hasta que la magia se desvanece... ¡qué sensación tan increíble!
Dickens no dejó de actuar hasta casi el final de su vida, aún cuando su estado de salud lo desaconsejaba. Subir al escenario era una necesidad para él, se sentía vivo cuando lo hacía. Él daba vida a sus personajes, y ellos se la daban a él. Era narrador y actor a la vez. Lástima que los que nacimos después de su muerte sólo podamos deleitarnos con su genialidad como escritor. Siempre nos faltará la otra mitad.