
La primera vez que oí hablar de este libro me llamó mucho la atención su título, y después el argumento me pareció bastante atrayente. Me adentré en él con ganas, pues me fascinan los libros que hablan sobre el poder cautivador de la literatura. Mis esperanzas no se vieron defraudadas, aunque quizás me esperaba algo más. No obstante, creo que se trata de una lectura recomendable.
Lo primero que sorprende es la insólita identidad del narrador -narradora en este caso-, que se descubre en el primer capítulo. Tras el descubrimiento inicial, viene la historia de una niña alemana en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Liesel, quien ya desde pequeña conoce el lado más desgraciado de la existencia humana. Su hermano muere sin que puedan hacer nada por evitarlo, y su madre, agobiada por la miseria, decide entregarla en adopción. La novela, que empieza pues con tintes melodramáticos, da un giro entonces hacia una infancia más o menos feliz, pues Liesel tiene la fortuna de dar con unos padres adoptivos que la adoran, aunque cada uno lo demuestra a su manera. La relación con su nuevo padre, Hans Hubermann, es más que especial. Él le enseñará el placer de la lectura, y la ladrona de libros pronto hará honor al sobrenombre elegido para ella por la narradora. La admiración entre padre e hija es mutua desde el principio. Y el personaje de Hans es, desde mi punto de vista, el más entrañable de la novela.
Además de Rosa y Hans Hubermann, el otro personaje que más influye en la vida de nuestra protagonista es su amigo Rudy, enamorado de Liesel y fiel compañero de sus incursiones en busca de libros que devorar. Los libros acaban convirtiéndose en un soporte vital para Liesel, un lazo que le une con su padrastro y con la vida en general, en un tiempo en que la muerte ronda cada segundo de la existencia. Durante los bombardeos, la lectura en voz alta de fragmentos de estas novelas mientras las bombas caen fuera del refugio en que se hallan escondidos, proporcionará a los Hubermann y sus vecinos un consuelo ante tanta destrucción, una manera de mantener la atención en algo que no fuera el fragor de la misma guerra. Un pequeño suspiro, no por ello menos poderoso.
Como casi todas las novelas ambientadas en periodos de guerra,
La ladrona de libros es ante todo un inmenso drama. Liesel tendrá que volver a vivir episodios tremendos, en los que deseará que la misma muerte le alcance. En medio de este panorama, el autor también recoge el terrible drama de los judíos, pues uno de ellos termina refugiándose en el sótano de los Hubermann, jugando un papel muy especial en la vida de la pequeña.
El estilo de Zusak es sencillo, pero dotado de una gran originalidad. La narradora introduce constantes cuñas aclaratorias -que en el libro aparecen con caracteres de imprenta distintos- que ayudan a comprender determinados pasajes y acontecimientos. A menudo adelanta sucesos futuros, haciendo compartir al lector el desasiego de saber el dramático final que espera a algunos de los protagonistas. Dichos recursos, aunque a veces puedan cansar y desconcertar al lector, dan un aire distinto a la obra. Llaman nuestra atención.
Liesel es una auténtica heroína. Porque se levanta una y otra vez. Porque lucha por lo que quiere y no se resiste a perder a las personas que aprecia. Porque es una superviviente nata. Y tenemos la impresión de que parte de esa fuerza reside en su amor por los libros, a los que se aferra cual tabla salvadora en los momentos más dramáticos. La literatura como instrumento para sobrevivir, para hacer frente a la desgracia. Ese es el mensaje más importante del libro, el que queda dando vueltas por la cabeza cuando uno termina de leer la última página. ¿Qué habría sido de Liesel sin ese consuelo? ¿Qué sería de nosotros sin ellos?