miércoles, mayo 23, 2007

NAZIM HIKMET. Versos por la paz


La niña muerta

Soy yo quien golpea a tu puerta
A todas las puertas, a todas las puertas
Pero ustedes no pueden contemplarme
Es imposible ver a un niño muerto
Hace diez años largos
he muerto en Hiroshima
Pero sigo teniendo siete años
Los niños muertos dejan de crecer
Al principio se inflamaron mis cabellos
Mis manos y mis ojos ardieron después
Me convertí en un puñado de cenizas
Que el viento dispersó
Nada, nada les pido para mí
No podrían mimarme aunque quisieran
Una niña que ha ardido cual si fuera papel
no come caramelos
Yo golpeo y golpeo a cada puerta:
Dénme, dénme una firma
Para que los niños no sean asesinados
y coman caramelos.



Que las nubes no maten

Las que nos hacen hombres son las madres
Como cálidas luces marchan ante nosotros
¿No es una madre, acaso, la que os trajo al mundo?
Apiadaos entonces, Señores, de las madres
Que las nubes no maten a los hombres

Un niño de seis años va corriendo feliz
Su cometa supera las copas de los árboles
¿Es que no habéis jugado como ese niño, acaso?
Apiadaos entonces, Señores, de los niños
Que las nubes no maten a los hombres

Ante el espejo peina la novia sus cabellos
y en el espejo busca una imagen querida
Sin duda alguna vez os buscó así una novia
Apiadaos entonces, Señores, de las novias
Que las nubes no maten a los hombres

Cuando el hombre se va volviendo viejo
sólo debe evocar recuerdos placenteros
¿Es que vosotros mismos no sois, acaso, viejos?
Apiadaos entonces, Señores, de los viejos
Que las nubes no maten a los hombres

Nazim Hikmet



Hace un tiempo descubrí a este poeta turco en el maravilloso blog de Noctambulario. Buscando más información sobre él, encontré estos dos poemas, que constituyen un bello y rotundo alegato contra la guerra y contra la violencia en general. El propio Hikmet sufrió prisión durante varios años y fue obligado a marchar al exilio por defender sus ideas, por lo que su poesía es un grito contra la intolerancia y la persecución política. Muy recomendable para los tiempos agitados que vivimos.


Imagen: FRIEDRICH: La abadía en el bosque

viernes, mayo 18, 2007

JOSÉ SARAMAGO: Ensayo sobre la lucidez

Saramago es un autor que siempre me ha gustado, desde que me topé con el genial Ensayo sobre la ceguera, un libro que disfruté y me enganchó desde el principio. Después he ido leyendo otras de sus obras, sin llegar a alcanzar el placer literario que me proporcionó la primera: La caverna, El hombre duplicado, Todos los nombres… hasta llegar a esta última. En ocasiones es un autor difícil de leer, por ese estilo tan personal que disgusta a muchos -lo de no utilizar el punto y aparte puede ser agotador en ciertos momentos-. Y aunque el argumento del libro que nos ocupa es muy original y el principio promete, me ha costado terminarlo, por mucho que me pese reconocerlo.

La obra gira en torno a una hipótesis bastante irreal pero inquietante: ¿qué pasaría si en unas elecciones la mayor parte de los electores votasen en blanco? A partir de esa idea, Saramago traza una trama en la que la clase política no sale muy bien parada, siendo una y otra vez humillada por una población civil que es en todo momento un ejemplo de comportamiento cívico y ético. A través de una serie de personajes que, como es habitual en sus novelas, no se presentan con un nombre propio, sino que se definen por su trabajo, su estatus social o alguna característica física (el primer ministro, el comisario, la mujer del médico…), se desarrolla una historia tan dura como la vida misma. Los oscuros engranajes del poder, las artimañas políticas de unos mandatarios que no entienden la revolución pacífica protagonizada por los habitantes de su ciudad, cobran una virulencia y una crueldad que hacen reflexionar al lector una y otra vez sobre si algo así podría ser cierto en determinadas circunstancias.

El libro enlaza con el genial Ensayo sobre la ceguera mencionado anteriormente, pues la protagonista de aquel, la única mujer que consiguió escapar a la ceguera blanca, se convierte aquí en la principal sospechosa de la "acción subversiva" puesta en marcha por los votantes en blanco. El protagonista de este otro Ensayo es un comisario que, si bien comienza su periplo a las órdenes de estos impresentables políticos, acaba planteándose la legitimidad de su acción, por lo que acaba tomando partido por aquello a lo que le llevan sus propias convicciones morales.

Desde un punto de vista ético, el libro de Saramago es una sabrosa crítica de muchos comportamientos de la sociedad actual, centrando su atención en las corruptelas y entresijos de una clase política que, incluso en las democracias, anda bastante desprestigiada. Leyéndolo podemos apreciar la fina línea que separa el ejercicio de los derechos democráticos del comienzo de una dictadura, siempre y cuando se den ciertas condiciones excepcionales como las que el autor recrea en el libro. No he podido evitar comparar determinados pasajes de esta obra con la actuación de algunos políticos de la escena internacional en relación a la escalada de inseguridad y violencia que se ha producido en el mundo de los últimos años. Y lo peor es que el final del libro -que golpea como una maza al lector- no deja lugar a la esperanza. La lucha por los ideales políticos suele cobrarse un alto precio.

Esto es lo que más me ha gustado del libro, la idea de fondo y los mensajes que lanza entre sus páginas, mensajes de plena actualidad en un mundo donde la democracia, mal que nos pese, sigue sufriendo continuas crisis y desapareciendo en lugares donde parecía más o menos sólidamente implantada. Sin embargo, desde un punto de vista más literario, Ensayo sobre la lucidez resulta un tanto árido y su lectura se hace a veces ciertamente pesada. Le falta vida y fluidez narrativa. No alcanza las cotas de calidad literaria de aquel otro Ensayo que tanto me hizo disfrutar. No obstante, es un ejemplo extraordinario de la lucidez política y social que Saramago sigue conservando a sus casi 85 años. Una lucidez que le permite escribir pasajes soberbios, aunque a veces se pierdan en un mar de palabras un tanto farragoso.

lunes, mayo 07, 2007

Un mal despertar


Se despertó con la primera luz del alba clareando por la ventana. Se incorporó despacio, para no marearse. Tenía la impresión de haber dormido durante mucho tiempo, demasiado quizás. Sus piernas abandonaron el cálido refugio del edredón y las sábanas y se dirigieron obedientes hacia el suelo. "¿Dónde están mis zapatillas?" Estiró un pie hasta dar con una de ellas, y la atrapó entre sus dedos. La acercó con cuidado hasta su pareja, que se hallaba mejor situada para el paso que venía a continuación. Tocaba incorporarse, salir del letargo, "¿cuánto tiempo habré dormido?" Le confortó el tacto familiar de las babuchas.

Echó un rápido vistazo a la habitación; era la suya, sin duda. "¿Por qué demonios lo he dudado? ¿En qué habitación iba a estar si no?" Avanzó hacia la puerta cerrada con algunos titubeos, pero al llegar a ésta asió el pomo con decisión. Se quedó allí parada, esperando. "¿Abro?" Le llegó el eco de una voz que se colaba a trépano a través de la madera. "¿Eres tú, Jaime?" El sonido se deslizaba por sus oídos, inundando su mente de tibios recuerdos. Escuchaba palabras sueltas, retazos de conversación: ausencias, episodios esporádicos, empeoramiento. No comprendía bien el sentido, pero no le importó. Le bastaba con sentir la calidez de esa voz tan familiar, que le acunaba como un ronroneo. "Claro que es Jaime, lo reconocería al instante. Seguro que ha venido a verme. ¿Cuánto tiempo hace que no viene por aquí?"

Giró el pomo y la puerta se abrió silenciosa. Ahora le oía con mayor nitidez. Estaba al fondo del pasillo, sentado a la mesa de la cocina en compañía de una mujer joven, con una taza de café en la mano. Jaime se percató de la novedad de la puerta entreabierta al final del
corredor y miró a su madre con una sonrisa. Se levantó casi de un salto, y ella lo vio avanzar con esos pasos vacilantes de cuando aprendía a andar, con sus bracitos extendidos hacia su cuello, buscando su refugio. "Qué alto está, cómo ha crecido." Jaime llegó hasta su lado y la besó en la frente: "Buenos días, mamá. ¿Cómo has dormido? Julia me ha dicho que últimamente duermes de un tirón."

Ella no contestó. Sintió que los recuerdos se le escapaban entre los dedos. Se escurrían y goteaban en el suelo. Ya no eran sus zapatillas, ni su casa. Ya no era nada. Miró a su hijo y le sonrió, con esa sonrisa boba que se le ponía a veces. Una especie de velo cubrió el brillo de sus ojos, apagándolos. "¿Te gusta Julia, mamá? ¿Te cuida bien?" Ella volvió a mirarle y entreabrió los labios. Sus palabras fueron casi un susurro.

"¿Y tú quién eres?"

Imagen: HOPPER, Mujer mirando por la ventana

jueves, mayo 03, 2007

La joven de la perla


Jan Vermeer es un pintor increíble. Su manera de captar la luz, esa luz cálida que se derrama por los interiores de sus habitaciones, es sencillamente inimitable. Es difícil quedarse con una sola de sus obras, pero esta es sin duda alguna mi preferida.

El encanto y la belleza de esta misteriosa joven han inspirado incluso a la literatura y el cine. Tracy Chevalier escribió ese encantador libro llamado igual que el lienzo, donde nos adentraba en una imaginada y sugerente historia de amor casi platónico entre el pintor y la que habría sido una de sus jóvenes doncellas. Poco después Scarlett Johanson se puso en la piel de la retratada, en una película que era más una sucesión de imágenes pictóricas que un verdadero filme. La delicadeza y la cuidada ambientación de esta cinta fue alabada por multitud de críticos, y cualquiera que haya podido disfrutarla habrá caído presa de su mágico hechizo.

¿Pero qué tiene esta obra para encantarnos de ese modo? ¿Qué poder ejerce sobre nosotros la mirada de una joven de la cual nada o poco sabemos? El brillo de sus ojos, sus labios y sobre todo la deliciosa perla que porta como pendiente son prácticamente insuperables. El tocado sobre su pelo, con ese azul vivo que atrapa nuestra mirada, le añade un halo particular de misterio. Al contemplarla, podemos imaginar a un pintor cautivado por la belleza de una de sus sirvientas, a la que quizás ama y desea en silencio, viéndose obligado a esconder estos sentimientos ante la presencia omnipotente de su esposa. Casi deseamos que ese hipotético amor fuese correspondido, si es que existió realmente. Queremos creer que ambos sentirían su fuerza al mirarse a los ojos mientras ella posaba para sus pinceles. Porque el lienzo de Vermeer refleja esa adoración, y los ojos y la tímida sonrisa de nuestra joven dibujan una complicidad mágica con el maestro. Puede que nunca sepamos quién fue ni que sintió nuestra muchacha del turbante, pero el pintor le dio uno de los regalos más bellos que puedan imaginarse: la capacidad para extasiar y deslumbrar muchos siglos después de su existencia.