sábado, abril 28, 2007

Guernica, 70 años


El Guernica de Picasso es uno de esos cuadros que he aprendido a amar con el tiempo. Lo vi por primera vez cuando era muy pequeña, no recuerdo el momento exacto, pero tengo la certeza de que no me gustó en absoluto; era en blanco y negro, no tenía colores, y no entendía nada de lo que veía en él. Colgaba de la pared del salón de casa de mis tíos, y lo volvía a ver cada cierto tiempo, mirándolo siempre con extrañeza, aunque poco a poco se fue haciendo más familiar y cercano. Sin embargo habrían de pasar muchos años antes de que mi interés por Picasso, y por esa obra en particular, comenzara a despertarse.

Ocurrió en mi último año en el instituto, cuando por primera vez estudié Historia del Arte. Descubrí que tras cada obra artística se esconde una historia y un significado que hasta entonces me habían estado vedados. Para mí fue como una revelación, el comienzo de una relación de amor que ha durado hasta hoy y que sospecho será eterna. Me apasiona el arte. Y cuanto más lo estudio y lo disfruto, más arraiga en mí ese sentimiento. Fue durante aquel curso de iniciación al mundo artístico cuando comencé a amar el Guernica.

Hace poco estuve en Madrid visitando el Museo Reina Sofía y pude admirarlo por primera vez con mis propios ojos. Había un grupo de personas considerable desparramadas alrededor del lienzo, pero predominaba el silencio, un silencio respetuoso que nace de la contemplación de lo que ha llegado a convertirse en un mito. La ausencia de color acentúa el dramatismo de unas figuras que te agarran el alma y te la retuercen, de forma que una vez que has entrado en el cuadro ya no eres la misma persona. El caballo que lanza un grito tras ser herido de muerte, o la mujer que sostiene al niño muerto en sus brazos, son dos de las imágenes más dramáticas y poderosas que jamás haya visto la historia del arte. No sé cuánto tiempo estuve allí parada, examinando cada detalle, cada gesto. No quería que la magia se acabara.

Esta semana se han cumplido 70 años desde el fatídico día de aquel bombardeo, que tuvo lugar el 26 de abril de 1937. Aunque el número de víctimas no fue tan elevado como se dijo en un principio (los últimos estudios hablan de unos 150 muertos, lo que sigue constituyendo una barbaridad desde cualquier punto de vista), fue un hecho terrible que destruyó una ciudad por completo, borrándola del mapa -sólo permaneció en pie un 1% de la misma-. Al escoger este suceso como tema para su obra, Picasso dio a la ciudad y a sus víctimas una inmortalidad y un significado histórico sin precedentes. Y con ello, el genio se hizo a sí mismo inmortal.

jueves, abril 19, 2007

Duermes


Esta noche me he convertido en un halo de luz, y me he escapado por una rendija.

He llegado deslizándome por el cielo hasta tu alféizar. No ha sido fácil. La luna me confundió y temí perderme, pero al final te encontré. Estabas dormido, y te miré desde la penumbra que me rodeaba. Respirabas tan fuerte que me desdibujabas con cada soplido. Estabas soñando. ¿Conmigo quizás? Tus labios temblaron y yo me dejé caer, iluminando cada surco de tu piel. Me deslicé en tus mejillas y me hicieron cosquillas tus pestañas. Luego me oculté en el pliegue de tu nariz, salté y resbalé hacia el otro lado. Y me dormí acurrucada allí.

Me despertó algo húmedo, una lágrima. ¿Por qué lloras? Me acerqué a tus párpados cerrados y las vi. Allí estaban, nacían despacio pero firmes y seguras de sí mismas. Una tras otra, con una cadencia casi musical. Me quedé contemplándolas hasta que se agotaron y se fueron escurriendo hacia tu cuello.

Fuera amanecía. Era tarde para seguir soñándote. La luz del sol me deshacía por momentos, y me sentí morir. Pero me encaramé al alféizar y conseguí escapar antes de hacerme del todo transparente.

Y tú ni siquiera supiste que esa noche estuve allí.


Imagen: OSCAR KOKOSCHKA, La esposa del viento

miércoles, abril 11, 2007

HARUKI MURAKAMI: Kafka en la orilla

Este es sin duda el libro más extraño que he leído en los últimos años, y mi primera incursión en la narrativa japonesa. Murakami es un escritor atípico, por su capacidad para conjugar elementos oníricos y reales en una sola novela con una naturalidad fuera de lo común. El resultado es un libro tremendamente original y sorprendente, que se lee con relativa facilidad y gran deleite desde el principio, aunque algunas de las imágenes que presenta son de una considerable dureza. Al finalizar su lectura es probable que nos interroguemos acerca del verdadero sentido de esta historia, y sobre el significado de los personajes y lugares que en ella aparecen. Pero esta es quizás la mejor impresión, esa ambigüedad que nos anima a seguir divagando e imaginando mucho después de leer su última línea.

Dos son los protagonistas principales del libro, cada uno con su propia historia y un largo camino por delante que ninguno de ellos conoce. Ambos coincidirán en un momento dado en una misteriosa biblioteca situada en un recóndito lugar del sur de Japón, Takamatsu.
Kafka Tamura es un adolescente de 15 años que escapa de su casa buscando el verdadero sentido de su vida. En ese viaje trabará amistad con varios personajes, entre ellos la misteriosa y atractiva señora Saeki, o el ambiguo Hoshima. Todos tienen una función y un significado en la vida del joven. Sobre Kafka pesa además una terrible profecía, pronunciada por su padre y cuyo cumplimiento es casi una certeza.
En el otro extremo del hilo de la vida se encuentra el segundo protagonista, Nakata, un anciano discapacitado mentalmente tras un extraño suceso acontecido durante su niñez, pero poseedor en cambio de una extraordinaria habilidad: la de comunicarse con los gatos. Nakata tiene una misión que ni él mismo conoce, y cuyo sentido le va siendo desvelado a medida que se adentra en ella. En este viaje le acompañará un fiel ayudante, el camionero Hoshino, cuya vida cambiará radicalmente tras conocer al anciano; las andanzas de ambos hacen imposible no pensar en la extraña pareja de Don Quijote y Sancho Panza.
Las vidas de Kafka y Nakata están tejidas en una especie de red que las separa y las entrelaza a la vez, cruzándose en determinados momentos. Es como si se abrieran puertas entre ambos mundos. Dos personas que se necesitan pero que en ningún momento llegan a conocerse. El autor alterna los episodios referentes a cada uno de ellos y los va intercalando, consiguiendo así intensificar ese efecto de entrecruzamiento y mutua influencia.
Con Kafka en la orilla he tenido la sensación de estar degustando un plato delicioso, sin tener idea de cómo o con qué está cocinado. Misteriosos ingredientes e inquietante sabor, que crean una receta distinta, muy sugerente. Un ejercicio de meditación para la mente y el cuerpo. Eso es Murakami. Eso es Kafka en la orilla.

Más reseñas de obras de Haruki Murakami:
- Al sur de la frontera, al oeste del sol
- Tokio Blues

domingo, abril 01, 2007

Encuentro entre cine y literatura: el maestro Azcona

Esta semana se ha celebrado en Tomares, localidad cercana a Sevilla, un encuentro titulado Entre libros. Se trata de un evento cultural al que han acudido personalidades tan destacadas como David Trueba, Rafael Azcona, Iñaki Gabilondo, Almudena Grandes, Héctor Alterio o José Antonio Marina, entre muchos otros. Lástima que, en mi caso, coincidiera con la semana de evaluaciones (sesiones maratonianas por las tardes y corregir exámenes sin parar), por lo que sólo pude acudir uno de los días. Pero la experiencia fue más que positiva.

Esa tarde se reunieron en una mesa redonda el director de cine David Trueba, el guionista Rafael Azcona, el productor Antonio Pérez y otros contertulios. La conversación giró en torno al cine español, si bien tocó muchos aspectos relacionados con este tema. Azcona rememoró sus comienzos como guionista, en una España que él mismo calificó de negra y oscura. Sus recuerdos de niñez y juventud, contados con un humor y una maestría que me dejó literalmente boquiabierta, nos transportó a todos los que estábamos en la sala a ese ambiente de tristeza y opresión donde el cine era una puerta abierta a épocas más luminosas. Por si no lo conocéis, Azcona ha escrito guiones tan fundamentales en la historia de nuestro cine como El verdugo, El año de las luces, ¡Ay Carmela!, Belle Epoque o La lengua de las mariposas. Durante las casi dos horas que duró este mágico encuentro, Azcona contó anécdotas e historias para reir y para hacernos soñar. Los otros contertulios le escuchaban embelesados y bromeaban sobre la dificultad de hablar y contar algo interesante después de que lo hubiese hecho el maestro Azcona.

Por su parte David Trueba, uno de mis más admirados directores españoles, prestó atención a la supuesta crisis del cine y de las salas donde se proyecta en nuestro país, relacionándola con el deseo especulativo de muchos de los dueños de dichos locales. Hizo un análisis de la pobreza intelectual que está generando este deseo de enriquecimiento rápido que tanto predomina hoy en nuestra sociedad. Sólo es rentable lo que da dinero -concluyó- y esa realidad está arrastrando en su caída a aspectos de primer orden como la educación, el cine o la misma literatura.

Una pregunta quedó en el aire: ¿se hace cine de poca calidad porque es lo que demandan los espectadores, o es la industria del cine la que insiste en que sea así? ¿Cambiarían los gustos de los millones de personas que asisten al cine si se proyectaran películas de calidad en mayor número y durante más tiempo? ¿Quién decide lo que nos gusta o nos deja de gustar?

No sabéis lo que sentí no haber podido asistir al resto de actividades. Porque acontecimientos de esta envergadura no se dan muy a menudo en mi ciudad, y el calibre de los artistas invitados era muy alto, como habéis podido comprobar. Os dejo como postre una de las anécdotas relatadas por el maestro Azcona, como lo llamaban los contertulios. Es una versión adaptada con mis palabras, aunque espero ser lo más fiel posible al original:

"En aquella España oscura, de coches negros y curas, monjas y militares, estaba prohibido ser feliz. No podíamos pasarlo bien. Estaba mal visto. Recuerdo que en mi casa mis padres intentaban escapar de esa oscuridad a su manera. Mi padre cantaba zarzuelas mientras trabajaba, y mi madre le hacía los coros. Pero mi madre no podía divertirse sin sentirse mal. Cuando alguna vez, comiendo todos juntos, nos reíamos o hacíamos bromas, de repente ella se ponía muy seria, nos miraba a todos con expresión sombría, y nos gritaba: "¡Ya lo pagaremos!" Y así se acababa de golpe toda la diversión."
FOTOGRAFÍA SUPERIOR: De izqda a dcha: Rafael Azcona, David Trueba y Luis Alegre